lunes, 4 de octubre de 2010

HABLA DON MIQUEL FALGUERA Y BARÓ






Intervención de este Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona dos días antes del 29 de segtiembre de 2010.







Permítanme que en este importante acto haga reflexiones de un simple jurista. Y permítanme también que recuerde que los juristas no hablamos de dinero, sino de derechos. Que nuestra razón de ser no pasa por el incremento de las riquezas, sino por el avance de la civilidad. Tengo la impresión de que vivimos en unos tiempos tan inciertos en los que es necesario recordar obviedades como, por ejemplo, recuperar el sentido de las palabras. Así, habrá que recordar que, contra lo que se nos quiere hacer creer, la democracia no es sinónimo sólo de libertad, sino algo más. Huelga decir que no existe democracia sin libertad, pero la democracia es también igualdad. Y la democracia es también la fraternidad, esto es, el derecho de todos los hombres y todas las mujeres a desarrollarse como personas, a partir del reconocimiento social de unos mínimos de subsistencia. O, como afirmaban los padres constituyentes norteamericanos, el “derecho a la felicidad”. Nadie puede ser libre si carece de la posibilidad de desarrollar todas sus potencialidades como ser humano. De ahí que Aristóteles caracterizara la democracia como “el gobierno de los hombres pobres libres”, a diferencia de la oligarquía ─“el gobierno de los hombres ricos libres”─.
De estos conceptos surgieron las ideas centrales de la Ilustración, de la que somos hijos. Y habrá que recordar también, porque a menudo se olvida, que los actuales marcos constitucionales no surgieron de la nada, sino que son fruto del inmenso esfuerzo de las personas pobres ─más o menos libres─ durante dos siglos. Que son la consecuencia de la lucha, de la sangre y el sufrimiento, de la pobreza laboriosa. Después de que dos generaciones de trabajadores europeos y norteamericanos dejaran sus vidas en los campos de batalla en dos guerras mundiales se logró un pacto social trascendental que implicó unas nuevas normas en el reparto del pastel de la riqueza (que bien es cierto que obviaba la realidad de los países menos desarrollados), recuperando un modelo social que ya había sido mínimamente diseñado por las constituciones de Weimar y Querétaro.
No obstante, hace un cuarto de siglo ─a raíz de la aparición de lo que se conoce como neoliberalismo─, las condiciones contractuales han cambiado y se han pervertido los valores constitucionales. A pesar de que nadie lo diga, ocurre que los textos de nuestras cartas magnas se han quedado en papel mojado, en meras declaraciones sin contenido. A lo largo de estos años, los juristas hemos visto estupefactos cómo las anteriores conquistas de civilidad eran puestas en solfa, cómo el derecho tenía que someterse a la economía.
Con demasiada frecuencia oímos discursos que cuestionan la igualdad y la fraternidad por “antiguas” y reivindican una supuesta “sociedad del riesgo”, que implica la instauración del neodarwinismo social. Actualmente somos más desiguales que hace unas décadas. En otras palabras: los ricos son más ricos y los pobres, más pobres. Y ello no sólo a escala de los países opulentos, sino también a nivel mundial, como constata la OIT. Discursos y políticas que reclaman “menos Estado” y “menos regulación”, es decir, el abandono de la intervención de la sociedad como colectivo en las relaciones privadas, de tal modo que los poderosos acaben imponiendo sus intereses.
En este contexto, los juristas hemos asistido boquiabiertos a la negación de que la propiedad tiene una finalidad social, tal y como afirma la mayor parte de los textos constitucionales occidentales. Y, así, el triunfo en la vida parece pasar por el mero enriquecimiento ─un enriquecimiento a cualquier precio y a costa de los demás─, y no por la autoemancipación individual y colectiva y la mejora de nuestras sociedades, por el declive del concepto de ciudadanía social en favor del individualismo descarnado. Hemos asistido a la negación de los derechos y los valores colectivos, contra lo que afirman las constituciones, en favor de este individualismo. Son cada vez más frecuentes las políticas, declaraciones y normas que cuestionan a los sindicatos, la negociación colectiva o el derecho de huelga. En estos precisos momentos tenemos ejemplos claros. Se nos dice ─y se nos pretende hacer creer─ que estas instituciones colectivas ─conquistadas por históricas luchas desiguales─ impiden el crecimiento económico. Se ha recortado la solidaridad social a través de una política fiscal regresiva. Y eso ha implicado el incremento de la desigualdad en derechos básicos, como el derecho a la enseñanza, el derecho a la vivienda, el derecho a la tutela judicial efectiva, los derechos de conciliación de la vida laboral y familiar o las situaciones de dependencia.
El sistema de la Seguridad Social ─la gran conquista de la pobreza laboriosa y el máximo exponente de la fraternidad social─ es también negado, porque se nos dice que afecta a la economía y que nos incapacita para afrontar los riesgos de las sociedades modernas. Constantemente aparecen estudios ─directa o indirectamente pagados por entidades financieras─ que indican la imposibilidad de pervivencia del actual modelo de previsión social y que obtienen un gran eco en los medios de comunicación, que nada dicen de las elevadas pérdidas de los sistemas privados de previsión. Mientras tanto, nuestras pensiones se van reduciendo y los requisitos de acceso, endureciendo.
Con la excusa del empleo ─que la práctica ha demostrado falsa─, llevamos veinticinco año de recortes de derechos de los trabajadores ante los empresarios. Y asistimos a la regulación de mayores facilidades para el despido, el abaratamiento de su coste para el empresario y a graves limitaciones de control judicial posterior. Asistimos a un uso abusivo de la mano de obra foránea, en un diseño consciente de reclutamiento de un auténtico ejército industrial de reserva que abarate los gastos salariales. Y, en paralelo, asistimos también al preocupante incremento de discursos xenófobos, con actuaciones de los gobiernos de los países ricos que incumplen los tratados internacionales.
Pero ocurre que, contra lo que se nos repite, con estas políticas contrarias a la igualdad y la fraternidad, somos cada vez menos libres, porque estamos en unos momentos en que el voto de los hombres pobres libres no sirve en nada para delimitar las grandes políticas sociales y económicas. Estas políticas se diseñan en organismos y empresas transnacionales que no ha votado ni votará nadie. Y somos menos libres porque cualquier voz mínimamente crítica es omitida, cuando no quemada inquisitorialmente en una plaza pública.
La actual crisis no es imputable a los trabajadores y a los hombres pobres libres, sino a estas políticas neoliberales. No deja de resultar sorprendente que poco después del inicio de la crisis, voces destacadas empezaran a hablar de reformar el sistema, de regular la economía. No obstante, ésa fue una idea efímera. Una vez más los hombres pobres libres han pagado de su bolsillo los excesos financieros, y la conclusión de los poderosos ha sido que dichas políticas suicidas debían incrementarse. Decidieron que eran los pensionistas, los empleados públicos y las personas dependientes quienes debían pagar las consecuencias, que la solución para la crisis era menos igualdad y menos fraternidad, que había que seguir recortando derechos a los trabajadores y a los sindicatos. Han omitido que la causa de la situación actual no es la igualdad, sino precisamente el recorte de los derechos constitucionales, de los derechos de las personas. Por eso mi asociación profesional, Jueces para la Democracia, ha decidido apoyar públicamente la huelga general del próximo día 29 de septiembre, porque esencialmente somos juristas y nuestra pasión es el derecho. Alguien podría dudar y pensar que los motivos de la huelga no le afectan en nada, que eso es cosa de los trabajadores y de los sindicatos. Quien piense eso se equivoca. Lo que nos jugamos el próximo día 29 es mucho más que el redactado de unas leyes. Lo que nos jugamos es si nuestro futuro lo decidirán nuestros votos o las organizaciones financieras internacionales. Lo que nos jugamos es si optamos por la democracia o por la oligarquía.

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